miércoles, 15 de julio de 2009

¡Que te vaya bonito!



Erase una vez...

Esta es la primera parte de una cuidadosa estrategia narrativa y debe conseguir atrapar la atención de lector, sugerirle las líneas de tensión por las que discurrirá la historia y acaso contener ya, como germen, la propia resolución del conflicto. Un buen inicio de un cuento es como una apertura de una partida de ajedrez: encierra consecuencias incalculables. Por ello, ahora que hemos encontrado tantos y tan buenos inicios, vamos a elegir uno de ellos, de preferencia propuesto por algún compañero del taller y en todo caso nunca el que nosotros mismos propusimos, y vamos a contar la historia desde allí. De manera que terminaremos un cuento breve con el inicio apócrifo cuya lectura nos resulte más estimulante o sugerente.

Curso de escritura creativa Boomerang, SESIÓN XLI.-
(Relato con principio de Mae)


“¡Que te vaya bonito!”
© Loli Pérez González

Doña Brígida Ferrer supo una noche antes que iba a morir. Durante aquella mañana se dedicó a ordenar la mísera habitación de la pensión que se convirtió en su casa desde que su marido la abandonó por una joven de veinte años. Extrañada de no ver venir a la muerte, salió a dar un paseo por el barrio.

Escuchó cómo los pájaros trinaban y revoloteaban sobre las ramas de los árboles del parque, se sentó en un sillón metálico y frío, en el kiosco que hacía de bar improvisado bajo un gran ficus, donde se demoraban paseantes solitarios y parejas despistadas. Le pidió al camarero un martini con aceitunas para desayunar.
Pensó que tal vez la muerte sí que había venido y se había llevado a “la mujer ñoña” que había sido durante toda su vida, la que siempre desayunaba un bollito de pan con aceite y un café, la correcta y que siempre había hecho lo que todos esperaban de ella.
Encendió un cigarrillo y exhaló una larga calada, dio un trago al martini. Mirando al infinito intentaba pensar con claridad, para mantener el dolor a raya; si una cosa había aprendido en la vida, era, que todo pasaba porque tenía que pasar y de nada valía andar lamentándose. Sabía que tenía que salir a la calle y enfrentarse a la vida de una vez.
Mejor dicho, cuando salió a la calle, ya había dejado atrás el cadáver de la mujer sumisa y miope, que no se dio cuenta de cómo había ido cambiado su marido, cómo se le habían prendido los ojos, y cómo empezó a usar camisetas y vaqueros, en vez de sus trajes y corbatas de siempre, cómo se dejó crecer melena y las patillas; cómo se volvió más atento y frío con ella, y alguna vez le traía un detalle para encubrir su culpabilidad, cómo empezó a echar más horas en el trabajo pero el dinero cundía menos, cómo cada mes inventaba un viaje de negocios para el fin de semana. Hasta aquel medio día, mientras almorzaban, él enrollaba con lentitud en el tenedor los espaguetis con nata, sin levantar la vista del plato tosió y le dijo con apatía:

―Brígida, me voy, te dejo, ya no te quiero.
Ella empezó a reír, pensando que era una broma de las suyas.
―¡Qué chiste tan malo! ¿cómo sigue?
―No es ningún chiste, no sigue de ninguna manera, querida, me voy de casa.
―¿Y a dónde vas, si se puede saber?―
―Voy a buscar mi felicidad.― Contestó tajante, sin mirarla.

Y fue al dormitorio, metió apresurado en la maleta: unas cuantas mudas, el cepillo de dientes, la maquinilla de afeitar eléctrica, las zapatillas de andar por casa y poco más; se marchó sin despedirse siquiera, dando un portazo.
Entonces ella se quedó mucho rato sentada en el taburete de la cocina, delante del plato de espaguetis con la nata cuajada, sin poder llorar, sin sentir cómo pasaban las horas que quedaban de aquel día; la noche la sorprendió aún sin moverse, en mismo sitio, con la osamenta entumecida y las entrañas por los suelos.

Y pensó, que cuando el corazón se rompe, de nada sirve intentar pegar los pedacitos sueltos. Hay que tirarlo a un contenedor especial, para que no contamine, igual que si se tratara de una lavadora o un microondas y comprar uno nuevo. Y eso, era precisamente lo que iba a hacer a partir de ese momento. Lo que no sabía muy bien era cómo podría comprar uno nuevo, si por Internet, acudiendo a eventos o mediante un anuncio por palabras en el periódico. Sabía que no sería fácil, pero tampoco imposible.

Tiró la colilla al suelo y la apagó con la punta del zapato, aplastándola casi deshaciéndola, luego apuró el líquido aguado que quedaba en el vaso de un trago; se colgó el bolso al hombro y salió andando con desparpajo, sobre sus tacones.

Entró en la peluquería, le pidió a la chica que le hiciera un buen corte de pelo, moderno y unas mechas rompedoras de diferentes colores; se maquillo, se hizo la manicura y se pintó las uñas de rojo pasión, extendió las manos al frente mientras veía reflejada en el espejo a la otra mujer, la nueva, le guiñó un ojo y le contestó estirando el dedo corazón y encojiendo los otros:

― ¡A tomar por culo la pena! Él no la merece, ni tu tampoco;
Mientras en la radio, sonaba la canción de Chavela Vargas ¡Ojalá que te vaya bonito!...

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