viernes, 23 de octubre de 2009

Te extraño



Te extraño © Loli Pérez González

Nunca se olvida, sólo se guarda en los bolsillos secretos del recuerdo. Aquello que nos dolió y que el recuerdo emborrona. Y Marta lo sabía, se mordía el labio inferior mientras repasaba aquellas cartas amarillentas dentro de su cuaderno. Lo había encontrado después de tantos años, olvidado en un rincón de su antiguo armario.

Al volver a leer aquellas palabras borrosas, los recuerdos saltaron como desde una cama elástica a su mente, dando volteretas. Qué lejos estaba todo y qué fuerte volvía a sentirlo. Recordó como había soñado con él aquella noche. Como siempre, él le había preguntado:
―¿Estás bien? ¿Seguro? ―y ella dentro del sueño, había asentido con la cabeza, como siempre, que sí que estuviera tranquilo, que todo iba bien.

Ahora las lágrimas se le escurren mejilla abajo.
Él se despidió a su manera, cómo pudo, preso en aquel coche, mientras hacía un trato con la muerte. Marta sigue recordándolo, quiere pensar que está en algún lugar mejor, tal vez se convirtió en una ángel.
Cree que los días que pasaron juntos no fueron un sueño, que siguen presentes, escondidos en algún lugar del pasado, en las páginas de su diario.
Él tan alto y tan guapo, ella tan menuda e insignificante. Pero siempre complices, amigos, a pesar de todo y de todos.
Ya va a hacer cinco, seis años, quizá más. Ni siquiera sabe dónde está su tumba en aquel cementerio del pueblo, cuando acompaña a su madre lee de soslayo todos los nombres de todas las tumbas al pasar, pero nunca la encuentra.

No tienen ninguna foto de él, sólo la imagen que le devuelve su memoria, de aquel chaval alto, de sonrisa grande y mirada triste que una vez le pidió salir y ella no se lo podía creer. Y no funcionó. Pero lo supieron a tiempo, supieron perdonarse, reírse de sus propias mentiras. Y crear unos lazos más fuertes e intangibles de amistad y cariño.

Hasta que un día un coche, una curva y un accidente se lo llevaron para siempre. Ya no habría más encuentros inesperados, ni más confidencias. Ya no le volvería a preguntar nunca más:
―¿Estás bien? ¿Seguro?
Porque él siempre supo que detrás de la afirmación de ella, había una negación callada. Y ella nunca quiso que él sospechara.

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