lunes, 23 de noviembre de 2009
El viaje
El viaje
Mientras miro a través de la ventanilla de este autobús lento y ruidoso, intento asimilar lo ocurrido desde hace unas siete horas. La llamada telefónica que me sobresaltó de madrugada. La salida precipitada hacia mi pasado.
Mi amiga dice que resulta más fácil viajar a Londres que a mi pueblo. Porque para llegar a él, no hay avión, ni tren, ni autovía. Tan sólo una carretera de caracol estrecha, que se abraza al monte como si fuera una boa. Y un autobús de línea que transita despacio como un gusano procesionario, para arribar en la plaza de ese pueblo blanco, arcaico, que quedó atrapado en otra época. Dónde las mujeres aún se peinan con roete y visten durante un año de luto, cada vez que muere un ser querido. Dónde velan a los muertos en sus casas dos noches seguidas arropados por la familia y todos los vecinos. Dónde todos creen que saben todo de las vidas ajenas…
Consigo abstraerme mirando a través del cristal rallado de la ventanilla, la lejanía de esos campos llenos de puntitos verdes, alineados e interminables que forman un empalizado de filas y columnas, un tapiz de olivares verdes. Mientras los recuerdos se van deslizando por mi mente como patinadores en una pista helada, patizambos en mi memoria resbalosa.
Entonces lo veo allí, sentado en su silla baja de anea, delante de la peana. Mientras lía meticuloso un cigarro de la petaca que guarda en el bolsillo interior de su chaqueta. Con sus dedos regordetes y ágiles. Lo puedo ver con su sombrero de fieltro verdoso, calado hasta las cejas, cuando mira su reloj con cadena y comprueba que es la hora del parte.Entra dentro de la cocina de paredes de piedra y se sienta a la mesa camilla. Conecta la tele y espera paciente la predicción del tiempo. Y ella, su mujer, siempre atenta, le lleva un vaso de vino blanco y un plato con aceitunas majadas, mientras termina de preparar la sopa de ajo.
La gata rubia restriega su lomo jorobado entre sus tobillos, ronroneando. Nunca lo deja solo. Y en sus ojos redondos y verdes veo reflejado un reproche a mi larga ausencia.
De pequeña nunca me importaba darle un beso sobre la barba blanca de tres días, aunque protestaba y le decía que pinchaba igual que las ortigas. Pero sus ojos cansados me sonreían cálidos y me decía:
-Anda ven que te voy a contar un cuento de pan y pimiento -y me sentaba sobre sus rodillas y me relataba la historia más increíble que pudiera imaginar, sobre los duendes y seres mágicos que habitaban dentro de los troncos de los olivos centenarios. No sabía entonces que la marea de la memoria, tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en ella.
Después de tres horas y media de viaje, me apeo en la plaza del pueblo. Lo primero que escucho es el tañir de las campanas que tocan a muerto. Mi madre siempre sabía si era por una mujer o por un hombre. Yo nunca supe en qué radicaba la diferencia pero hoy, muy a mi pesar lo sé.
El portón de nogal está entreabierto. Empujo y puedo ver un grupo mujeres de pelo gris con caras de pasas, que pululan chismorreando dentro del patio empedrado, bajo el parral, sorteando las macetas de aspilistras.
Arrastro sus miradas cansadas tras de mí, subo a su dormitorio, esquivando sus saludos. Ahí está, tendido sobre la cama torneada de madera. Lívido, enjuto y amortajado dentro de su traje negro. Me tranquiliza ver su cara. Refleja una expresión de paz dulcificada. Aunque lo encuentro extraño. Despojado de su barba blanca y pinchuda de mis recuerdos. Creo que me sonríe desde su quietud…
De nada sirve ya reprocharme la desidia por haber estado tan alejada, siempre absorbida por el trabajo. Por haber dejado que el tiempo y la distancia anestesiaran mis sentimientos. Por haber despertado a una llamada tardía, cuando no quedaba lugar, sino para la última despedida.
© Loli Pérez González
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Los viajes al pasado son tremendos.
ResponderEliminarBuen relato, Loli.
Enhorabuena.
Miguel
He viajado muchísimas veces en autobús.
ResponderEliminarAún lo sigo haciendo.
Bonito relato.
Descriptivo y emocionante.
Un beso wapa.