miércoles, 7 de abril de 2010

Chesil Beach (III) (4º carta del lector)

Carta 4º

Mis disculpas, señora, me he comportado como un ineducado dirigiéndome a usted de la forma en que lo he hecho, a veces tengo reacciones en las que, después, ni yo mismo me reconozco. Con razón le habré parecido un chulo soez y engreído, una persona baja que tiene una sucia idea del sexo totalmente vulgar e insoportable. Pues bien, aunque no me crea, le juro que mi yo auténtico nada tiene que ver con ese hombre que le ha escrito las tres cartas anteriores. Soy yo, naturalmente por eso, si puede perdonarme, le ruego que me perdone, lo que digo es que trate de ver a la otra persona que hay en mí y que también soy yo o es el que me gustaría ser. Inténtelo por lo que nos une. Sí, señora Florence, por lo que nos une, pues al fin y al cabo, tras leer su novela, he comprendido que los dos tenemos cosas en común ya que a los dos nos ata un mutuo deseo de felicidad que nunca llega a definirse y los dos adoramos la música como arte supremo capaz por momentos de explicar lo inexplicable. Nuevamente se lo pido, señora, perdóneme y le estaré eternamente agradecido.

Señora, acabo de leer detenidamente la carta que me dirige y en la que justifica sus reacciones y debo confesarle que no llega a convencerme, no digo que usted mienta, ni mucho menos, pero siempre he sido un hombre tentado por la turbiedad y su novela encierra algo más grave, algo turbio que el autor no cuenta.
La clave está en el tercer párrafo de la página 119 cuando dice refiriéndose a usted:

"... Y había otro elemento, mucho peor en sí mismo y ajeno a su control, que evocaba recuerdos que ella había decidido mucho tiempo atrás que no le pertenecían...."

¿Qué estás borrando de tu memoria, Florence, esposa mía? Serénate, soy tu marido y puedes contármelo.
Tú siempre has sido una experta en ocultar tus pensamientos pero yo esperaba que finalmente el señor Ian McEwan nos contara algo. Una esperanza inútil, naturalmente, porque el autor parece como si tuviese miedo él también a que se sepa o se descubra algún secreto suyo, un miedo inconfesable como el tuyo.

Fue por eso que cogí tu diario, perdóname, ya sé que ser tu marido no me da permiso para hacer eso, por supuesto que lo sé y lo entiendo y lo comparto, no volverá a suceder, pero es que te quiero y lo leí, Florence porque quiero quitarte esa maldita frigidez de la cabeza, quiero verte completamente feliz de una puta vez y alejar de ti todo lo que te está impidiendo gozar de otra cosa que no sea la música. ¿No l entiendes?

Por eso lo hice, lo juro, te lo juro. El día 10 de Febrero tienes anotado con letras grandes: Un día como hoy, el diez de Febrero, llegó la desgracia. Lo escribes así, Florence, la desgracia en forma de ser humano. ¿Comprendes que no podía dejar de leerlo? Era tu profesor particular de música, lo había contratado tu madre entre sus compañeros de universidad pues necesitaba dinero y era tu regalo de cumpleaños, tu
regalo por el catorce cumpleaños.

No hace falta que te pregunte ahora qué estás pensando, he concluido por completo la lectura
del diario y sé lo que hizo ese hombre. Ya no puedes ocultármelo, escribes que con él nunca tuviste un momento de confianza, no hubo jamás un intercambio tranquilo de miradas, jamás una sonrisa pero sí miedo. Mucho miedo.

Se apellidaba Meyrink. Mister Meynrink, pero ése es un apellido alemán, querida y, si no me equivoco judío, un apellido judío alemán, ¿no es cierto?

Lo defines como un profesor bajo y encorvado, con barba, que te sentaba en sus rodillas para comprobar si cogías el violín adecuadamente. Te infundía miedo, sobre todo cuando hablaba con su inglés con acento alemán propio de un judío huido de cualquier parte. ¿Le tenía piedad tu madre por los sufrimientos de su raza? No dices nada, únicamente escribes que lo peor era cuando te ordenaba contener la respiración
para escuchar bien el metrónomo mientras alzabas el hombro y con la mejilla sostenías el instrumento que, más tarde, sería la razón de tu vida.

Escribes más de una vez que aquéllos eran los momentos más atroces.

Pero a mí no debes engañarme, Florence, recuerda que estamos jugando un juego donde tu marido no es tu marido, que yo soy tu marido. Tranquilízate. ¿Por qué sentías horror cuando te sentaba en sus rodillas?
¿Te tocaba? ¿Hizo como tu marido en la noche de bodas, comenzar con un dedo solo que en este caso no era el pulgar y su sitio era otro más profundo? El jodido judío sabía lo que hacía y utilizó el índice, no como el incapaz de tu marido jugando con un pelo pubiano más de media hora. ¿No es cierto? Y luego, un día sacó su miembro del pantalón y quiso que lo cogieras como se coge el arco del violín y te obligó a hacerlo. Vamos, habla, no salgas corriendo, es solamente una carta. ¿Eyaculó en tu cara por primera vez? Lo sé, manchó tu rostro de niña con ese líquido viscoso y caliente. Eso ocurrió y eso te aterra y es lo que debió contar porque el puto McEwan se lo calla. No lo cuenta en la novela o no pudo porque en aquel momento a él también le llegaron los fantasmas en forma de un cura que le hizo algo parecido.

¿Verdad que sí, querida? Anda, cuéntamelo todo en tu próxima carta.

Recibe un beso de

Tu lector.







7 comentarios:

  1. Loli querida:

    El poema es de Cristina Peri Rossi, y se titula "Hijos del azar".

    Un fuerte abrazo.

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  2. Totalmente Total.

    Ideal.
    Saludos Blasianos.

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  3. Cuántos días sin leerte... Me tengo que poner al día con las cartas. De momento, disfruto con las fotos, ¡Qué elegancia!

    ¿Cómo fueron las vacaciones de Semana Santa???

    Un abrazo Loli

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  4. Veo a mister Hyde y al doctor Jeckill, cuídate, Loli, esto no va a acabar bien.

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  5. ESE JUEGO ES DIABÓLICO, SI JUEGAS PIERDES.

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  6. "Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir le reveló su secreto: la uva -le susurró- está hecha de vino, quizás nosotros seamos las palabras que cuentan lo que somos".

    Eduardo Galeano, La uva y el vino.

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  7. Loli me dejas sin palabras.
    Es muy bueno.Leo las cartas y las disfruto.
    Abrazote enorme
    Besos

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