lunes, 27 de abril de 2009

Remordimientos






Remordimientos © Loli Pérez González

Aquella mañana, Pedro llegó como todos los días; de su trabajo nocturno en el hospital. Abrió la puerta despacio, parecía que su madre se quedaba inmóvil, al escuchar girar la llave en la cerradura, incluso parecía aguantar la respiración. Era una especie de juego macabro entre los dos.

No la encontró sentada en su sillón desayunando, mordiendo su magdalena tierna y sorbiendo su café humeante, con las pastillas extendidas como canicas de colores, sobre la bandeja.

Sintió un gran desasosiego, al ver la dentadura postiza que sonreía siniestra, sumergida aún en el vaso de agua, donde flotaban minúsculas partículas.

Había imaginado tantas veces como sería ese día, que no podía creerlo; Al encontrarla como dormida en su cama y notar el frío metálico como un zarpazo. La muerte había llegado de puntillas, sin avisar.

Sentado frente a ella, encendió un cigarrillo, recordando que no podía fumar nunca en casa, porque ella no soportaba el humo, siempre había tenido olfato de sabueso.

Mientras marcaba el número del médico, pensaba en cómo se le había ido escapando la vida, cuidando siempre de esa vieja achacosa, de carácter férreo, avara y adorable a la vez, siempre tan pendiente de él, que no se atrevió a huir de su lado.

Se podía haber prejubilado hacía años, pero prefirió seguir trabajando para escapar de ella de alguna forma. Desayunar en el bar con los compañeros, ocultando su doble vida, a sus años, el salir del armario ya le daba grima, solo unos pocos conocían su secreto, y creía que su madre, no lo habría aceptado nunca.

Ella había tenido una salud de hierro, solo las cataratas habían nublado su vista los últimos años, impidiéndole hacer, los interminables pañitos de croché, que él tanto odiaba.

Cuando él cogía la gripe, gastroenteritis y se daba de baja, la japuta le decía: -Si tú te mueres antes que yo, tendré que contratar a una rusa, para que me cuide, ¡a un asilo no voy ni muerta!, vamos, ¿donde se ha visto eso? ¡Con tanto viejo!-

A Pedro le entraban unas ganas de comprar un poquito de cianuro, la dosis suficiente para cargarse a la vieja enjuta de casi un siglo, se lo podría echar en el zumo de por la noche, pero solo de pensar que lo había pensado lo devoraban los remordimientos.

Además siempre había tenido paladar de catadora, alguna vez cuando estaba muy gruñona, le había puesto unas gotitas que le recetó el médico, para que se tranquilizara y enseguida lo notaba: -¿Qué me has echado en zumo que sabe tan raro hoy?- Y lo volcaba de forma accidental.

Pedro suspiraba desesperado, con aire culpable, la vieja que lo observaba le decía socarrona:

-Yo tenía que estar hace años en “El cortijo de los callaos”, pero hasta que Dios lo quiera, seguiré aquí, siendo una carga para ti, hijo. Pero tú sal, ve donde te haga falta, a mi no me importa quedarme un ratito sola, pero no tardes mucho que me da miedo, que mira como está la vida de mala, la de delincuentes que salen por el televisor.

Llamó al seguro de decesos, le respondió un empleado frío y cínico, asegurándole, que ellos se ocuparían de todo: el papeleo, los traslados y demás.

Cuando llegó a casa después del funeral, un olor dulzón a jazmín, aún impregnaba toda la vivienda, lo que le hizo pensar que ella seguía allí esperándolo. Abrió todas las ventanas metódicamente, y fue a darse una ducha.

Con una toalla retiró el vaho del espejo, intentando poner diques a su propia vejez: tiñó sus canas, con las pinzas de su madre se arrancó las cejas blancas cada vez más numerosas. La barba cada día parecía más una partida de ajedrez donde ganaban las blancas. Los músculos, pese a las flexiones y el ejercicio, estaban cada día más flácidos.

Y la vida seguía su curso, implacable, escapándosele entre los dedos, sin poder hacer nada para remediarlo.

Ahora no sabía qué hacer, en esa casa tan vacía. El ropero, lleno, con todos sus vestidos, las zapatillas de ella bien alineadas bajo la cama de matrimonio con su colcha de croché, la bata sobre el sillón, con el cinturón colgando sobre el suelo, como una serpiente, testigos mudos de su ausencia, lo observaban amenazantes.

Aunque se negaba a reconocerlo, añoraba que hubiese alguien esperándole. La vieja había llenado siempre, con su presencia esa casa, ahora enrarecida.

También podría comprarse un perro, pensó, mientras echaba el hielo en el vaso, para el vermú, pero no quería volver a estar atado. No, no quería sentirse amarrado, a nada ni a nadie. Quería ser libre de una vez por todas. Solo, asquerosamente solo. Ir y venir donde quisiera, dormir o trasnochar.

Ya no escucharía, esa voz que le perforaba los oídos, con sus quejas y exigencias. La razón de su vida hasta ayer.

Empezó a llorar convulsivamente, nunca creyó que pudiera sentir tanta nostalgia de la mirada escrutadora de la vieja, tan llena de ternura y compasión, de infinita tristeza a veces.

Y cómo la muerte, había cortado para siempre, la trenza de amor y odio que se tejía entre los dos cada día.


Relato "REMORDIMIENTOS" Publicado en el libro "Memorias de la tormenta pasada" Taller de escritura creativa Paréntesis


1 comentario:

  1. Pablo Vázquezagosto 14, 2009

    Me gusta la tensa relación (el cordón umbilical) entre la madre y el hijo. Los temas que sugieres de pasada pero dejas que se difuminen (protagonista maduro que no reconoce su homosexualidad).
    Y la turbación que le produce haber conseguido su ansiada libertad desde hace años.

    Muy graciosas las notas irónicas del veneno y el humor socarrón de la madre.

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