sábado, 19 de septiembre de 2009

Caperucita busca trabajo



Erase una vez...

Caperucita busca trabajo (texto © Loli Pérez González)

Caperucita había cumplido veintidós años. Su abuela cansada de estar en la casa aislada del bosque, sin poder hablar con nadie, todo el día cuidando las gallinas, la cabra, los conejos y el huerto. Entonces recibió una suculenta oferta de una inmobiliaria para venderla a unos ingleses que estaban prendados de aquella casita en mitad del bosque. No se lo pensó y la vendió por un montón de millones, pese a las protestas de Caperucita.

Se marchó a la residencia del pueblo con la intención de vivir como una reina, según decía ella con su voz cascada de abuela de cuento:
–¡Ay mi niña! ahora voy a poder jugar al parchís con las fichas de todos los colores, conectarme a Internet que en el bosque no nos llegaba la cobertura, hacer gimnasia, manualidades y cotillear con las demás abuelas que tenemos mucho atrasado, aunque como casi todas estamos sordas va a ser más, un hablar solas cada una de lo suyo.

Le regaló una parte del dinero a Caperucita para que pudiera viajar y conocer mundo. Y durante un tiempo así lo hizo Caperucita; estuvo en Mahatan, Nueva York, Roma, París, Berlín, Londres, pero llegó un momento en que extrañó las comidas de su madre, la tranquilidad de estar en un lugar donde la gente hablara el mismo idioma que ella y cansada de viajar y comer comida rápida, volvió a España.

Alquiló un apartamento en Málaga, con vistas al mar muy cerca de la playa. A Caperucita le encantaba pasear todos los días descalza sobre la arena mientras las olas le mojaban los pies y admiraba la puesta de sol, veía salir la primera estrella, a la que le pedía siempre un deseo, que a veces se le cumplía.
Pero el dinero se iba acabando, había crisis y todo estaba muy caro, la comida, el alquiler, el cine...

Así que decidió buscar trabajo. Se levantó temprano, se duchó, se recogió el pelo y se pintó una sonrisa anaranjada, ojos de Cleopatra y pómulos a lo Ana Torroja.
Entró en una empresa de trabajo temporal, donde una empleada con gafas cuadradas y cara de aburrida la atendió con desgana:
–A ver ¿traes currículum, carta de presentación, titulaciones?
–No, pero si le hace falta…
–Da igual, a ver ¿formación, cursos, idiomas? –le pidió queriendo zanjar el asunto lo antes posible.
Caperucita sacó de su bolso que parecía un saco, una carpeta llena de cursos realizados por correspondencia.
–¿Experiencia laboral?
–Bueno… umm, he cuidado de mi abuela durante estos últimos años y también he viajado –respondió bajando los ojos hacia el suelo, suponiendo que eso no le servía para nada y mirando la puntera de sus zapatillas rojas.
–¿Teléfono de contacto? –Inquirió con indiferencia la interlocutora mientras ella le da un papelito con el número garabateado en tinta roja.
– Anote el móvil ¿cree que encontrará algo para mi pronto?
– Ya está metida en la base de datos, si surge algo la llamaremos, aunque ahora está la cosa muy parada –y fija la mirada en su teclado sin decirle nada más.
Caperucita se levanta despacio y con voz baja le dice:
–Muchas gracias señorita, ha sido usted muy amable –sin recibir respuesta alguna, sale arrastrando la moral por el suelo brillante de aquella agencia.

Compra un periódico en el Kiosco que hay al volver la esquina y se sienta a desayunar en una cafetería justo en frente de la agencia.
Empezó a subrayar los pocos anuncios de ofertas de empleo con su boli rojo:

Se necesita señora de la limpieza que sepa inglés hablado, tenga nociones de alemán y además conozca todos efectos de los productos de limpieza así como todas las consecuencias causadas por su mal uso.

Se ofrece chica con carrera universitaria, dos master de idiomas, tres años de experiencia cuidando niños, y experta en informática para trabajar en lo que salga.

Empresa líder en expansión necesita personal joven, con muy buena presencia, con dominio de inglés hablado y escrito, alto nivel de informática y Diplomado a ser posible con dos años de experiencia, coche propio, a jornada completa y que no le importe echar horas extras, ni viajar.

–¡Me cachis! ¿Qué ofertas de locos son estas? –se decía a sí misma en voz alta sin darse cuenta que la gente de alrededor la miraba.
Desalentada, se pide un café y un bollo con aceite y tomate, mientras ojea aquel listado de ofertas de empleo para “súpernenas”.
Lo que sí había, era muchos anuncios de venta de pisos y de contactos atrevidos. El camarero le sirve su desayuno. Ella da vueltas con la cucharilla despacio, para disolver los dos sobres de azúcar que ha vertido sobre el café humeante. Entonces ve en la puerta de la cafetería un cartel: “Se necesita camarera, razón aquí”.
Respira hondo, da un sorbo al café y se quema la punta de la lengua, le echa sal y aceite al bollo y se lo come sin ganas, masticando despacio. Pide la cuenta y un vaso de agua, le da tres tragos, se levanta y con paso firme, se dirige al que parecía encargado del local.

–Perdone, le quería preguntar sobre el anuncio de la puerta, ¿necesitan camarera?
–Si señorita ¿Tiene alguna experiencia como camarera? –le pregunta un tipo robusto, con cejas espesas, orejas picudas.
–Umm, de camarera no –responde un poco azorada bajando la mirada hasta verse la punta de sus zapatillas rojas.
–Bueno, da igual ¿Puedes empezar mañana?
–Sí, a la hora que me diga, estaré aquí.
–A las ocho en punto, trae pantalón y camiseta negros y el pelo recogido ¿De acuerdo? –Determina con voz lobuna.
–No tengo camisetas negras, ¿me puedo poner una roja?
–No, roja no. Yo te daré una negra y un mandil, ¿qué talla usas? –le espeta mientras le pasa el escáner con la mirada.
–Creo que la treinta y seis –aquello empieza a no gustarle nada, a ella siempre le gusta llevar algo rojo, siempre le ha traído buena suerte.
–Tendrás que traer la roja entonces, de esa talla no tengo nada, pero solo mañana ¿de acuerdo?
–Verá, es que no me gusta vestir de negro, ¿no podía seguir con la roja todos los días? –Pensó decirle, pero se mordió los labios y solo le dijo que bueno.
–Procura ser puntual, por cierto ¿cómo te llamas y cuántos años tienes? –le pregunta entornando los ojos y extendiéndole una mano muy blanca de dedos muy largos y uñas muy atusadas.
–Caperucita Roja y cumpliré veintitrés el día de reyes –no sin cierto temor puso su mano pequeñita y morena sobre la mano grande y blanca que estaba extendida justo delante de ella.
–Mucho gusto, yo soy Lobo Montenegro, gerente de la cafetería– le dijo relamiéndose, mientras le estrechaba la mano y la miraba ferocidad.

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