miércoles, 3 de junio de 2009

Devórame otra vez




Erase una vez...



“Devórame otra vez"© Loli Pérez González


Carlos tocaba en un local sus días libres. Era un médico con alma de artista. Su padre lo había obligado a estudiar medicina.
―Para que tengas un buen futuro, hijo mío, los músicos se mueren de hambre y solo alcanzan la fama después de muertos ―le repetía, cada vez que Carlos protestaba por las dificultades de la carrera.

Marta lo acompañaba, estampaba un sello verde, con forma de estrella, en el dorso de la mano, a los que pagaban los cinco euros de la entrada. Embutida en su falda, con el pelo rubio y largo, cogido en una cola y la camiseta negra, pegada como una segunda piel, se movía como una corriente de agua por una senda tortuosa, sobre sus tacones de aguja.
Ayudaba a servir copas y escuchaba la música, sonreía de vez en cuando para Carlos. A veces, fijaba su mirada en un punto lejano: “la imagen de la huida de su casa, con Oscar, los dos juntos como si fueran adolescentes, escondiendo las maletas y las mochilas:
―¡Rápido al taxi!
Quiso quemar el último cartucho que le quedaba al borde de la menopausia, se fugó de una vida rutinaria, cómoda, de la indiferencia de un marido infiel.
Reía con Oscar imaginandolo la hora de la cena, sentado frente la tele, esperando de brazos cruzados que ella llegase, para hacer su papel de asistenta sumisa.

―¡Que aprenda ya es hora...!

Retiró del banco los ahorros de su fondo de pensiones, cualquier cosa le parecía poco, insuficiente comparado con lo que sentía por Oscar. Le había dado muy fuerte, se sentía rescatada de su soledad encubierta.

Lo conoció en el Conservatorio. Ambos compartían la afición por la música. Una pasión nueva, ávida, la hizo revivir por dentro. Cuando él le dijo que se iba a París no se lo pensó, hizo la maleta y se marcharon juntos.
Madrid, París, toda una aventura para ella que hasta entonces había llevado una vida sin ningún interés. Fueron los días más intensos y enardecidos de su vida. Hasta que se les acabó su dinero y llegó la penuria. Pidiendo un euro a los viajeros en las estaciones, en la puerta de los supermercados o tocando en la calle y recogiendo las limosnas en la funda del violín de Oscar. Apenas sacaban para un cartón de vino y unos bocadillos.
Nunca les llegaba para el billete de vuelta a Madrid.

Hasta que un día él fingiendo apuro, le rogó que hiciera unas mamadas a unos tipos que la miraban babeando.
―Ya lo hablé con ellos, así conseguimos la pasta para volver a Madrid.
―¿Cómo pudo pedirme aquello? ¿Por qué no lo mandé al carajo aquel mismo día? ―se preguntaba cada vez que el recuerdo paseaba por su cabeza. Fue asqueroso, uno y después otro. El sabor del semen en la boca, las arcadas... El segundo la cogió de la nuca y le sujetó la cabeza sobre su miembro y ella le vomitó encima. El tipo la derribó de una bofetada y le partió el labio. Ella consiguió darle una patada en la entrepierna. Oscar lo empujó, pero cuando el tipo lo derribó, se quedó en el suelo, asustado sin hacer nada, mientras la pateaba.

No quería recordar aquél día, ni tampoco, el día en que la dejó abandonada. Ya estaban en Madrid y los recuerdos, venían como convidados sin invitación a su mente.

Su vida anterior, siempre estaba ahí, atenazándola. El olor del café por las mañanas recién hecho, un geranio rojo en una ventana, le recordaba su casa, una pareja caminando distante, le hacían volver a sentir la náusea, el dolor.

Carlos le decía que tuviera paciencia, que el tiempo todo lo cura, pero ella sabía que lo suyo, no tenía remedio ni cura.
La vida con su familia, era como si se hubiera disuelto en el tiempo, después de tomarse las pastillas.
El día anterior, había llamado a su casa:
-Tú ¿qué quieres? No te voy a dar dinero, ¿para qué llamas?, aquí no te queremos, ¡zorra! no se te ocurra venir, ni volver a llamar, para nosotros estás muerta ¿te enteras? ―fueron las palabras tajantes de su marido, antes de colgar el auricular.

De los días de convalecencia en el hospital fue resurgiendo una mujer nueva, de sus propios escombros. Carlos le regaló un mp3, con canciones grabadas de su repertorio, escucharlas fue el mejor bálsamo.
Él había llegado a la madurez soltero, no sabía explicar si por timidez o pereza, o por no abandonar a sus padres, que siempre lo habían mimado y consentido, excepto en su pasión por la música.
Era un buen médico, aunque no mostraba simpatía alguna para con sus pacientes.

Las guardias en el hospital se le hacían interminables. El día que vió a Marta, desvalida en aqulla habitación, se rascó la cabeza y desviando la mirada para un rincón le preguntó apurado: ―¿Tú eres la niña que vivía en la calle Esperanto, ¿Martita la del 5º? ―rieron y lloraron, a la vez, se abrazaron, recordando que ella siempre bailaba para él, cuando eran sólo dos niños vecinos del mismo edificio y él practicaba con su teclado electrónico. Desde ese día, una luz se prendió en la mirada de Carlos.

Esa noche había más gente en el local que de costumbre, Marta no se percató en un principio, pero ese maldito olor a perfume barato, que no lograba sacarse de encima era el que le había traído todos esos recuerdos.
Una bomba estalló en su interior, cuando escuchó su voz, era Oscar. Venía agarrado de la cintura de una mujer de mirada triste, que le sonreía con la boca floja. Sus ojos se encontraron un segundo y cada uno sintió como un puñetazo en el estómago, aún así intentaron disimular, hacer como si no se conocieran.
―¡Dios por qué me lo traes otra vez! ―murmuró Marta mirando al techo.
Marta no quería que Carlos lo viera, que supiera, que descubriera esa parte de su pasado que ella no le contó, pero que él sospechaba. No quería darle más explicaciones, no quería hacerle sufrir ni un gramo más de lo indispensable.

Oscar había cambiado de aspecto, parecía que le iba bien la vida; un buen corte de pelo, engominado hacia atrás, se había dejado la perilla, bien vestido, zapatos de marca, un persing en la oreja y esos ojos...

Cuando se le acabara la cuerda de esta, saltaría a la comba de otra. Ahora había encontrado un buen filón. Paraba en una pensión y se había enrollado con Rita, la dueña. Una viudarelativamente joven, de grandes ancas y delantera profusa, que antes de llegar él pasaba sus días abrazada a una botella de aguardiente.
Oscar temía que aquella malnacida, pudiera estropearle su bicoca actual. Pero ya estaba allí, había pagado las entradas y los cubatas. Encendió un cigarrillo y le tembló el pulso. Una cosa tenía clara, él no era ningún delincuente, no le podían acusar de nada.
”El viejo los había cobijado, a cambio de mirar, de ver a Marta desnuda, pero luego quiso más, y ella con su mal genio lo estropeó todo ―como siempre― golpeó al viejo con un zapato y este los echó de la casa.”

Rita lo notó nervioso, lo asió por el cuello y le preguntó melosa qué le ocurría. Quería bailar, bien agarrada, sentir los brazos fuertes al rededor de su cintura, que la apretase contra él, que la hiciera sentir mujer como sólo él sabía.

Mientras Carlos terminaba la canción: “Devorame otra vez”...

―¿Debo ponerme celosa por esa flaquita, mi amor? ―le dijo acariciándole la oreja y mirándo hacia Marta.

―¿Como puedes pensar eso si tú eres mi reina? ―le susurró en la oreja dándole un mordisquito.

A Marta la siguen golpeando las imágenes: ”Durante días habían deambulado de un lugar a otro, pidiendo, durmiendo en los cajeros, en los parques. Agotados decidieron volver a la casa del viejo, hacer un trato con él. Pero al llegar, encontraron todos los enseres de la casa amontonados junto a un contenedor. Una vecina vestida con una bata y zapatillas de andar por casa y pelo canoso, les dijo al verlos contrariados:
―Lo encontraron muerto hace tres días, los familiares que nunca lo visitaban vinieron ayer y anteayer también. Pusieron la casa patas arriba, buscando dinero. Se llevaron lo poco valioso que encontraron, pero el dinero no apareció, ¡A saber en qué se lo gastaba ese granuja!
Hoy vinieron con los de la inmobiliaria y lo han tirado todo, para vender la casa rápido y poder repartirse el dinerito. Lo que tiene una que ver en esta vida, ¡Señor, señor! ―repetía mientras se daba la vuelta y entraba de nuevo en su casa.
Marta cogió una lata antigua de Cola-cao mohosa, blanca con motivos japoneses, parecida a una que tenía en su casa. Estaba llena de medicamentos. Se guardó una caja de Valium, y otra de Paracetamol en el bolsillo del vaquero. Encontró un fajo de billetes enrollados en el interior del envase del Flumicil.
Oscar le dejó unos cuantos billetes de veinte, se llevó el resto y le dijo que lo esperara por allí cerca, que iba a pillar algo para darse un homenaje. Marta lo esperó durante días, dormía en un banco del parque, desaseada y hambrienta.
Hasta que una noche,incapaz de esperar más, mezcló muchas pastillas, se las tomó una a una con agua de la fuente, que sabía a lejía y le daba arcadas.

―Maldito, maldito, casi me muero y ahora aparece de nuevo, cogido a esa mamona de mierda.

―¡Va por ti mi rubia! ―oye la canción que Carlos, le dedica, la última. Ella siempre baila para él: “Ojalá que llueva café allá en la habana” ―¡Esas caderas, mi niña!― "¡Ojalaa!..."
Y ella, cierra los ojos, mueve las caderas y se deja llevar por la música.

Mientras Oscar abraza a Rita, le coge el culo, la besa en el cuello y vigila con los ojos entrecerrados los movimientos de Marta.

Carlos hace un descanso, viene hacia ella y la abraza. La nota tensa.
―¿Qué te pasa mi amor, no te gustó la canción?

―No, es solo que me duele la cabeza ¿No tendrás por ahí, algo bien fuerte para el dolor?

Y ve como se marcha Oscar con su pareja y la mira, y ella le hace un corte de manga, mientras agoniza de celos, deseando con todo su alma estar en la piel de Rita.

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